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Juan Germano en La Nación – 4/01/2018

Heridas de un país con estrés postraumático

Las dolorosas experiencias políticas que sufrió la Argentina deben ser elaboradas para poder avanzar hacia una nueva etapa

illones de argentinos viven en estado de alerta, envueltos en esa sensación de inminencia de que “algo” -malo, ciertamente- está a punto de suceder. Son prisioneros de fantasmas del pasado. Tienen memoria del caos. Vivieron la dictadura, las hiperinflaciones, las recesiones, los saqueos, la explosión de la bomba de tiempo de la convertibilidad, el “que se vayan todos”. Leen el presente con ojos en la nuca. Un presente que siempre tiene interpretaciones exageradas. Para ellos, un petardo es un incendio y una lluvia de piedras contra una valla es 2001. Son los que compraron dólares -y perdieron- el día que el equipo económico recalculó las metas inflacionarias y los que entraron en pánico con las escenas de violencia, mientras se debatía la reforma previsional. Son los que pasaron los 45 años. Son los sobrevivientes.

Esos sobrevivientes sostienen la creencia de que “en la Argentina todo termina mal”, “que sólo el peronismo puede gobernar” y, por ende, que “ningún presidente no peronista logra terminar su mandato”. Aunque se trata de creencias ancladas en la realidad -hechos que, efectivamente, sucedieron en el pasado-, también son un efecto político del trauma. Este universo es el que experimenta el gobierno de Cambiemos con un dramatismo extremo, en la misma sintonía que el “círculo rojo”: factores de poder y ciudadanos ultrainformados.n cambio, los hijos y los nietos de esos sobrevivientes exhiben otras secuelas: no esperan mucho de los políticos y se conforman con poco, aunque necesitan pruebas. Según Isonomía, está formado por un 50% de la sociedad. ¿Y qué clase de pruebas necesitan? Pequeñas, pero concretas. Obras que mejoren su metro cuadrado, como dirían los encuestadores, o le reduzcan algún miedo. El miedo a que se inunde el barrio en el que viven, por ejemplo, o a tener un accidente mortal, en una ruta destruida. La historia del caos argentino formateó una sociedad de vara baja y umbral de tolerancia alto. Esa porción de la Argentina -los “frustrados”, como los llama Juan Germano- sólo conecta con la política de modo intermitente: una desconexión que también podría ser leída como fruto de la decepción. Y no hay mejor antídoto para evitar la desilusión que bajar las expectativas.

Germano abona esta tesis con el resultado de los sondeos: “La mayoría de los argentinos no quiere vivir en Puerto Madero. Si vive en Berazategui, quiere seguir viviendo allí, pero mejor. Por eso el metrobús o la cloaca significan calidad de vida: 20 minutos más de sueño o disminuir las enfermedades por falta de agua potable. Y eso ya es un generador de apoyo”. Muchas intendencias siguen la misma lógica: no deslumbran con un gran delivery de políticas públicas, pero lo poco que hagan, si impacta en la vida cotidiana, alcanza.

Escribir la historia, escribir el trauma es un texto de Dominick LaCapra que ofrece pistas sobre las sucesivas tragedias argentinas. LaCapra es historiador, pero añade conceptos del psicoanálisis -como melancolía, acting out y elaboración- para profundizar la comprensión de procesos económicos y políticos. En sus trabajos distingue entre quienes han sido víctimas directas del trauma -pongamos aquí a los argentinos mayores de 45 años- y quienes vivieron esos hechos de un modo más indirecto, como los hijos o los nietos: en este casillero se ubica el 40 % del padrón electoral actual. Son quienes nacieron después de la dictadura.

En sus focus groups, el psicólogo Federico González, de González y Valladares, retrata los estados de ánimo de una Argentina lastimada. Esos tránsitos son tres: el infierno -pongamos 2001-, el limbo -podría ser ahora- y esos pequeños momentos de felicidad, como la primavera democrática o la falsa burbuja de la convertibilidad. González cree que hoy estamos en una suerte de limbo, que navega por la incertidumbre. “Muchos no toleran la incertidumbre e inconscientemente quieren que pase algo, aunque sea malo”, arriesga.

¿Podría pensarse la melancolía como otro subproducto del trauma? En los años sesenta y principios de los setenta, la Argentina tenía apenas un 5% de pobreza y la movilidad social de la clase media exhibía indicadores palpables. Sin embargo, las crónicas periodísticas de la época no reflejaban esa prosperidad. En verdad, no había nada parecido a una percepción colectiva de prosperidad. El tono, más bien, seguía siendo de queja e insatisfacción.

Pérdida y ausencia suenan parecido, pero sus efectos políticos son muy distintos. Tal es la tesis del trabajo de LaCapra, a pesar de que ambos conceptos suelen usarse indiscriminadamente en la investigación histórica. Él usa esa distinción para desenmascarar mitos. Lo explica así: pérdida indudablemente implica una ausencia, pero lo inverso no necesariamente es cierto. ¿La idea de la Argentina potencia tuvo, alguna vez, bases reales o es parte de un mito nacional? En la narrativa emocional de los argentinos habita la creencia de que estábamos destinados para grandes cosas -“condenados al éxito”, como diría Duhalde-, pero esa grandeza nos fue injustamente arrebatada, en algún punto del trayecto. La melancolía por esa supuesta pérdida -que tal vez siempre fue sólo ausencia- es la lente a través de la cual miran los argentinos que entran en la categoría de sobrevivientes.

El italiano Loris Zanatta suele decir que la Argentina exagera su propia importancia porque, en el fondo, tiene un complejo de inferioridad. “Sólo quien se siente inferior tiende a sobreactuar. Perón soñaba con una Argentina de 100 millones de habitantes, nutrida por la inmigración. La Argentina potencia. Nada de eso sucedió: fue un fracaso, que hoy se lee como un éxito. Y ese es parte del problema, que los fracasos se lean como éxitos”.

El psiquiatra francés Boris Cyrulnik es un explorador del término resiliencia, que hoy se puso de moda. Se aplica a personas, pero puede extrapolarse a sociedades. La resiliencia es la reanudación de un nuevo desarrollo, después de un trauma. ¿Y de qué depende que ese proceso resiliente se active o se aborte? Según él, del sentido que le otorgamos a esa experiencia. Las heridas se transforman (porque no desaparecen) cuando las resignificamos: por eso, cuando no comprendemos, quedamos prisioneros del pasado.

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